Un colaborador de Legis.pe, analiza las ofertas electorales de los candidatos presidenciales y las contrasta con nuestro sistema jurídico.

En el reciente debate entre los candidatos supérstites de la primera vuelta a la presidencia de la República, se presentaron algunas propuestas que implementarían en un eventual gobierno, cuyo cariz jurídico reposa en la criba de la duda. Uno de los candidatos, en verdad con muy escasas probabilidades y, con riesgo de no superar la valla electoral, insistió, por ejemplo, en la manida idea de introducir la pena de muerte para los violadores. Además de la indumentaria old fashion que la envuelve, en un mundo crecientemente abolicionista y en el que prevalece cada vez más el Derecho y la jurisprudencia de la Corte Interamericana, supondría una inconveniente denuncia del Pacto de San José. De hecho, en su Opinión Consultiva 14/94, la Corte asumió una posición contraria a la instauración de nuevos supuestos de pena de muerte en el Perú.

Otra propuesta, abrazada por tres o cuatro candidatos, consiste en emplear a las fuerzas armadas para el control de la seguridad ciudadana. Esto solo podría ocurrir en ciertos supuestos y siempre que la capacidad de la policía se vea rebasada en el cumplimiento de ese encargo y en determinadas circunstancias muy precisas, como ha puntualizado el Tribunal Constitucional en lo resuelto en el expediente 00022-2011-PI/TC, en el que precisamente se impugnaban distintas disposiciones del Código de Justicia Militar Policial. En aquella oportunidad, se reafirmó la constitucionalidad de la intervención de las fuerzas armadas en casos muy puntuales y graves como lo son el terrorismo, el tráfico ilícito de drogas y la protección de instalaciones estratégicas para el funcionamiento del país.

Uno de los candidatos sostuvo que se opondrá a la prohibición de la negociación colectiva para trabajadores de empresas públicas que contiene la Ley Servir. En realidad, el Tribunal Constitucional, en el expediente 0003-2013-PI/TC (acumulado con el 0004-2013-PI/TC y el 0023-2013-PI/TC), ya removió esa prohibición en un pronunciamiento –con una vacatio sententiae– sobre la inconstitucionalidad de la Ley del Presupuesto Público, y exhortó al Congreso de la República para que, en la primera legislatura del periodo 2016-2017, apruebe su regulación.

Otro candidato lanzó la tesis de reformar el Poder Judicial y el Ministerio Público. No obstante, lo sugestiva que parece, mientras los mismos, en el marco de su autonomía constitucional, no impulsen este proceso y lo dirijan manifiestamente, desde afuera es poco o nada lo que el Poder Ejecutivo o el Congreso pueden hacer, salvo (quizás esto se quiso decir) que coordinen esos cambios. Precisamente, en los noventa las consecuencias de la “reforma judicial” fueron terribles tanto que se produjo el envilecimiento de estas instituciones. El estupendo retrato de ese atroz proceso, que esperemos nunca se repita, emerge en la novela Grandes Miradas de Alonso Cueto.

Dos candidatas fluctuaron entre la postura de derogar sin más la Constitución (llamada simplemente documento, por Alberto Borea Odría) de 1993 y de defenderla a rajatabla sin matices. Ambas posiciones son erradas. Ni la Constitución de 1993 es lo que fue: la interpretación y el empleo de principios la han transformado de modo neurálgico. No es un evangelio del mal tanto que allí descansa la partida de nacimiento de la Defensoría del Pueblo, la justicia comunal, la costumbre como fuente de Derecho y una lista muy completa de derechos fundamentales y sus respectivos instrumentos de tutela. Ni debe considerarse (como ya se ha comprobado hasta el hartazgo) un documento sagrado, intocable y perfecto. Reformas en el plano económico y la justicia electoral, por ejemplo, son apremiantes. Una nueva constitución exigiría un congreso constituyente derivado de un complejo proceso de elección. El congreso ordinario que surgirá de las elecciones que se avecinan puede promover reformas a la Constitución ya existente, pero cabe preguntarse si puede autorizársele a emitir una enteramente nueva. La Constitución de 1993 con un sello presidencialista, conserva, por otro lado, una importancia práctica: concede amplias atribuciones al jefe de Estado. Crucial sobre todo si se cuenta con un congreso adverso o con una mayoría precaria. Ningún presidente, desde Valentín Paniagua a Ollanta Humala, pasando por Alejandro Toledo y Alan García, no obstante que anunciaron una nueva carta política o la resurrección de la carta de 1979, lo hizo. Encajaba perfectamente con la banda presidencial.

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