El feminismo nació en el siglo XVIII, como fruto de la Ilustración, reivindicando la necesidad de que las mujeres adquiriesen los mismos derechos con los que ya contaban los hombres. En este sentido, una de las primeras reivindicaciones feministas fue la de exigir que se implantase el sufragio femenino.

El primer país en el que las mujeres consiguieron que se reconociera su derecho al voto fue Nueva Zelanda, en 1893, si bien no se les permitía todavía presentarse a las elecciones. En 1902 Australia del Sur reconoció por primera vez ambos derechos. En los años siguientes lo harían Finlandia, Noruega, Dinamarca y muchos otros países, pero en casi todos ellos las primeras sufragistas tuvieron que luchar sin desfallecer hasta conseguir que se reconociera para ellas un derecho tan elemental. A menudo, sus enemigos saboteaban sus actos y las sufragistas tenían que aguantar insultos y provocaciones de todo tipo. Sus detractores las acusaban, entre otras cosas, de ser poco femeninas y de sentir envidia de los hombres.

Algo de esto tuvo que sufrir Emmeline Pankhurst (una de las fundadoras del movimiento sufragista británico), quien un día estaba pronunciando un discurso cuando un hombre la interrumpió gritando:

–Señora, ¿es que le gustaría ser un hombre?
A lo que ella contestó:
–No, ¿y a usted?

Tomado de Política para bufones de Pedro González Calero, cuya lectura recomendamos con entusiasmo.

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