El sistema penal es la forma donde el poder, como poder, se muestra en la forma más manifiesta. Meter a alguien en la cárcel, privarlo de comida, de calor, impedirle salir, prohibirle hacer el amor, etc., es la forma de poder más delirante que se pueda imaginar.

Una señora le dice a otra: “Y pensar que a los 40 años un día en la cárcel me pusieron a pan seco”. Lo que choca en esta historia no es la puerilidad del ejercicio del poder, sino el cinismo con el que se practica, adoptando las formas más arcaicas y más infantiles (reducir a alguien a “pan seco” es puerilizarlo, es tratarlo como un niño).

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La prisión es el único lugar donde la relación de poder se muestra al desnudo en sus dimensiones más excesivas y a la vez puede justificarse como poder moral: “Tengo razón de castigar porque ustedes saben que robar, matar, violar, es malo”. Eso es lo fascinante de las prisiones, dice Foucault: es el único lugar donde la relación de poder no se enmascara, no se esconde, más bien ejerce su tiranía hasta en los detalles más ínfimos y, al mismo tiempo, es “santo” y “puro”, enteramente justificado, cínicamente, ya que se puede formular enteramente al interior de una moral que encuadra su ejercicio.

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En ese momento la tiranía bruta se presenta como el sereno dominio del Bien sobre el Mal, del orden sobre el desorden. Inversamente: no solo los prisioneros son tratados como niños y sufren una infantilización que no es naturalmente la suya. En ese sentido, es verdad que las escuelas son en cierta manera prisiones. Las fábricas se les parecen más todavía. Las fábricas son en gran medida, prisiones. Foucault pone como ejemplo la entrada de los obreros a la fábrica Renault (en otra época solo se autorizaba tres veces para hacer pipí”).

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