«Esta es una hora aciaga y no la vamos a superar con la vacancia o la renuncia del presidente»

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Esta es una hora aciaga y no la vamos a superar con la vacancia o la renuncia del presidente. El problema que tenemos al frente tiene un carácter estructural: la falta de representatividad del sistema político. La transición del 2000 no sirvió para revertir el problema. Solo hizo que se oculte. El ejercicio del poder político nunca dejó de tener como telón de fondo la fuerza del modelo económico que venía de la década anterior. Por eso es que los intereses que gobiernan el país están orientados por esa impronta. No son las demandas sociales, la pobreza ni la exclusión las prioridades de la política. El sentido de la economía ha sido delimitado por un mesianismo libertario (nunca liberal, en serio) en la teoría, pero mercantilista en los hechos, para proteger los intereses de los grupos económicos que desde adentro y afuera dictan lo políticamente correcto en nuestro país.

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Aparecieron los ”Zavalas” y se reencarnaron en los “Castillas”, todos con sus semblantes de “yo no fui”. Quizá pretendiendo vender la idea de la neutralidad “técnica” de su función. Y por eso el gobierno que anunciaba la gran transformación hizo todo lo contrario, pues en el MEF encontró el fiel de su balanza. Esa fue la medida que marcó el comportamiento de los ministros de aquel régimen. El MEF o el poder detrás de él, era quien gobernaba el país y los intereses valorados estaban muy lejos de corresponder a las demandas sociales del Perú.

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En este modelo ha sido posible tener políticos y gobernantes, según sabemos hoy, más preocupados por sus negocios que por el “buen gobierno”. Se creó entonces una práctica de encubrimiento por sus segundos y terceros. A la sombra de este modelo se hizo posible el “roba pero hace obra” que adquiere un sentido antropomórfico en muchísimas autoridades locales. Una de ellas actúa con impunidad en nuestra ciudad.

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Este modelo no va a cambiar con la vacancia del Presidente y sobredimensionar su resultado puede hacer más grave el problema. La crisis impulsada por el fenómeno de Odebrecht, debería servir para iluminar la oscuridad creada por la corrupción sistémica y, en gran medida, articulada al modelo económico. Sin embargo, esta oportunidad se podría diluir en la vorágine creada por la política de “segunda” que ha salido a la caza aprovechando precisamente las sombras del sistema. Nadie niega que para enfrentar este difícil momento es necesario ceñirse a los procedimientos previstos por la Constitución, pero habría que preguntarse si el resultado será capaz de realizarla o, más bien, terminará por convertirla en un instrumento usado superficialmente para satisfacer los intereses de quienes no tienen ningún compromiso con ella ni con el país. Después de todo, la paradoja está ahí presente: los culpables están acusando a los culpables.

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Quienes han perdido toda legitimidad para decir nada sobre la corrupción, aquellos que han buscado dividirse para defender sus diminutos espacios en vez de ocuparse de los intereses del pueblo que los eligió, los que con su silencio apoyan la falta de ética y la deshonestidad intelectual, quienes no tienen aptitud para pensar los problemas del país con seriedad. Todos ellos, desde quienes se llaman de izquierda hasta los que se ubican en el terreno del populismo de derecha y la intolerancia conservadora, están llevando adelante un proceso en el que quizás ellos también deberían estar incluidos como responsables.

La Constitución no se agota en los dilemas técnicos, su racionalidad sobrepasa la dinámica de las coyunturas, pues responde a las demandas de la pluralidad y la contingencia de la historia. La Constitución reclama, más bien, que se abra un debate nacional para que de paso a la razón diversa y plural del país. Exige un proceso de deliberación ciudadana donde participe el pueblo: hace falta sentir la presencia de los universitarios y demás actores sociales -quizás los sindicatos encuentren la forma de reflotar su agenda en este escenario- y donde se escuche la voz del interior del país.

Qué diría Faustino Sánchez Carrión, uno de los padres fundadores de nuestra República, si viera el drama del momento presente: el país convertido en un botín y la política a su servicio. Un lugar donde el sueño republicano se ha convertido en una pesadilla. Pero aún qué dirían José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre o Víctor Andrés Belaunde: ningún proyecto político atribuible a sus ideas, más bien, lejos y hasta en contra de ellas , aparecen quienes se llaman sus seguidores.

La Constitución es el espacio cultural en el que se hace posible la realización de los derechos y libertades. Eso es lo que debemos reivindicar y esta apuesta es ciertamente liberal. Por lo tanto, el problema no se agota en dilucidar los contornos técnico-normativos del texto constitucional. El constitucionalismo debe mirar más allá de la presente coyuntura, para convocar a la reflexión crítica que permita superar el déficit de representatividad política de todas nuestras instituciones.

Quizá sea momento de pensar en una reforma de las reglas del forzado acuerdo político del 93. En este proceso los jóvenes deben estar en primer lugar, junto a todos quienes creen en la posibilidad de que nuestro país tiene futuro, siempre que la corrupción y quienes hoy la sostienen se vayan de la política. Nada de esto ocurrirá si se sigue permitiendo la hegemonía del modelo económico y los intereses que lo gobiernan. Esto es lo que actual clase política representa y lo que desde un constitucionalismo en serio, deberíamos cambiar.

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