«No desperdiciemos la ocasión de gritar unas cuantas rimas que incomoden. Se nos puede escabullir una oportunidad para bregar» (Airton A. Trelles. Ánimo rebelde).

Precisiones previas

El estado de excepción es un concepto acuñado por el jurista alemán Carl Schmitt[1], constituido por la situación extrema del Estado, en la que el gobierno ejerce su facultad de determinar al enemigo con el fin de proteger el orden público (en nuestro caso, el orden establecido por el capitalismo). Y para ello, se vale de un aparato legal, judicial y policial que es funcional a sus intereses.

En una reflexión titulada «El Estado de excepción como técnica de gobierno», publicada en este mismo medio, habíamos concluido que, últimamente en nuestro país, la supresión de los adversarios que significan una amenaza para el paradigma político-económico hegemónico (que produce víctimas y que luego usa la penalización como técnica para invisibilizarlos), es una expresión del Estado de excepción como técnica de gobierno (aunque eventualmente no declarado en sentido técnico) que tiende a consolidarse. Y que si esto era así, nos preguntábamos, ¿qué le oponemos al estado de excepción? Y nos respondíamos, el estado de rebelión. Ahora bien, justifiquemos el por qué.

Intentando justificar la rebelión

La rebelión es el recurso de defensa más eficaz que conoce la humanidad contra la tiranía y la opresión. Es así desde el Oscuro de Éfeso[2] («conviene saber que la guerra es común a todas las cosas y que la justicia es discordia») al fundador del cristianismo, Jesucristo, el denominado Dios del amor («no he venido a traer la paz sino la espada» [Mt. 10:34])[3]; desde Carlitos Marx («la violencia es la partera de la historia») hasta Frantz Fanon interpretado por Sartre en su momento («matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de los pies»).[4]

La rebelión como defensa ha sido y sigue siendo postulada como necesaria y legítima para que la pretensión de verdad material, el desarrollo de la vida humana comunitaria, gane espacio, allí donde sea negada en nombre la ley y el orden de los adoradores de mammón (Dios dinero).

Sin embargo, no vamos a ampararnos en ninguno de los pensadores antes mencionados, ni mucho menos en El arte de la guerra de SunTzu, o en De la guerra de Clausewitz. Recurriremos a un texto mucho más peligroso para los victimarios, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Justificación del Estado de rebelión

La respuesta a nuestra interrogante la encontramos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En el tercer párrafo del preámbulo se advierte: «El Estado debe proteger los derechos humanos de todos, sobre todo la vida. Caso contrario, el hombre se verá compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».

Lo cual nos indica claramente que el Estado surge para afirmar la vida, no para afirmar la paz. Porque, no es paz perpetua la que necesitamos, como escribió Kant (las peores guerras se han hecho en nombre de la paz). No. Necesitamos vida perpetua: producir, reproducir el desarrollo de la vida humana comunitaria. Y un Estado que en nombre de la ley y el orden mata a los que defienden sus tierras (caso Conga, Tía María, Las Bambas, etc.), les priva de la libertad a los que disienten con el orden legal (laboral, salarial, educativo, medio ambiental, sanitario, etc.) establecido a su antojo. Es un Estado que ha perdido legitimidad, no es un Estado de derecho, sino un estado de excepción (de suspensión del derecho), y restituirlo supone, como lo propone la Declaración Universal de los Derechos Humanos, oponer al estado de excepción el estado de rebelión como supremo recurso contra la tiranía y la opresión.

Palabras finales: ¿cómo hacemos esto?

No lo sé exactamente. Si lo supiera «saldría como esos creyentes delirantes –quizá los únicos que verdaderamente creen en el testimonio– a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos ha de dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe»[5]. Pero no, intuyo algo tenue en la indignación postergada de los espíritus jóvenes de nuestro país, que se niegan a conformarse. Que se oponen a subordinar su vida a la ley y orden de mammóm.  Quizá deba desviarme de la iusfilosofía y terminar esta breve reflexión acudiendo a un lenguaje mucho más peligroso por ser necesario, la poesía:

[…] en nuestro corazón y nuestro pensamiento hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún lado, muchos dolores para los que el bálsamo no es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado ningún nombre […].[6]


[1] Cfr. Schmitt, Carl (2009). Teología política I y II. Madrid: Trotta.

[2] Así se le conoce al filósofo Heráclito de Éfeso.

[3] Valga lo sugerido por Karl Popper: los conflictos de intereses no pueden dirimirse mediante el cariño y el amor; más bien, cuanto más grande sea el amor, más fuerte será el conflicto. Cfr. Popper, Karl (1997). “En defensa del racionalismo”. En Popper. Escritos selectos (David Miller. Comp.). México: Fondo de Cultura Económica, p. 44.

[4] Fanon, Frantz (1983). Los condenados de la tierra (Prefacio de Jean P. Sartre). México: Fondo de Cultura Económica, p. 12.

[5] Sabato, Ernesto (2004). Resistencia. Buenos Aires: Seix Barral, p. 125.

[6] Rodó, José Enrique (1956). Obras completas. Buenos Aires: Ed. Zamora, p. 115.

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