© Carlos Ramos Núñez
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En un tribunal colegiado, esto es, constituido por más de un juez, es inevitable como resultado de su propia naturaleza plural, el surgimiento y hasta la intensificación de desavenencias. Desfilan discordancias que se nutren del carácter o temperamento de las personas que lo conforman, de su educación (en el sentido más amplio del término), de la ideología en la que militan, de sus simpatías políticas, de su discreción o de su afán protagónico y hasta del papel que cada juez asigna a la ley y a la Constitución. El conflicto, elemento inherente a la vida humana y a la índole misma del hombre como animal social, puede alcanzar entonces decibeles de tal magnitud, que se corre el riesgo de escapar al decoro y al sentido de dignidad de la judicatura.

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Un festivo manojo de animosas grescas pulula en la liza parlamentaria. El enardecido ánimo de los legisladores peruanos y extranjeros ha suministrado copiosa literatura. La curul, los pasillos, las mesas de comisiones y hasta el plató (que en el Perú se llama set) de televisión sirvieron de surtidor de denuestos, cuando no de ocasional ring de combate. Hasta circunspectos políticos como Luis Alberto Sánchez y Héctor Cornejo Chávez sucumbieron, para festejo de sus parciales, a la tentación del epíteto. En el caso del primero en la maledicencia y, en el segundo en el pintoresco desafío a duelo. Explicable finalmente en el marco de una democracia deliberativa a la peruana.

Pero, si la acalorada polémica alimenta la política congresal, cabe preguntarse si las serenas columnas de la justicia configuran también el asunto en disputa ideal de la reñida pugna e, incluso, de la afrenta. Sobre este punto, recientemente, a propósito de una votación dispar en el Tribunal Constitucional, en el que se discutía la inaplicación de una ley, en vía de amparo, dada la naturaleza retroactiva de una norma tributaria, he encontrado posiciones divididas, radicales unas, matizadas otras. En primera línea un alto burócrata en funciones –con colisión de su elevada investidura– encomiaba, vía Facebook, como “valientes” a las muestras de agravio. Desde una perspectiva opuesta un lúcido columnista de un medio digital, Altavoz, estimaba que las expresiones ofensivas incurrían en una extrema falta de ponderación al tratar los desacuerdos entre los jueces que integran un órgano colegiado.

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Hechas las satisfacciones que correspondían quedó el asunto como parte del anecdotario judicial.

El desenvolvimiento de las relaciones sociales consiste en una suerte de sístole y diástole entre armonía y trance. Los centros de estudio, el lugar de trabajo, el foro, el parlamento y las propias cortes suelen convertirse –y hasta cierto punto lo son, unos escenarios más que otros– en ágoras o foros de disputa. La discusión, el debate, representan hasta cierto punto la esencia de la condición de un letrado, heredero de una escolástica en la que el cultivo de las diferencias es un canon. El duelo medieval de origen germánico que enfrentaba a dos caballeros o a los campeones que los representaban se ha trastocado en un encuentro verbal: la igualdad de armas debidamente medidas o tasadas en un sangriento torneo acabó por transformarse en una batalla verbal. La dialéctica, la oratoria y la retórica se reservaban una finalidad esencial: vencer al adversario. El proceso lleva, pues, la impronta de la contienda. ¡Hasta se hace chanza del procedimiento no contencioso! Jueces y abogados y, recientemente, también los fiscales, lo saben. La labor de un magistrado implica, desde el primer instante que asoman ante sí, la existencia de conflictos jurídicos que tendrá que resolver. La emisión de la sentencia, al menos eso se espera, es la resolución del conflicto y el fallo que contiene es el mandato que, en virtud a una jurisdicción predeterminada, debe ser respetado y cumplido. En la cultura popular la idea del proceso como una gravosa carga, tanto económica como emotiva, se amplifica en la severidad del aforismo castellano y sus consecuencias: “¡Tengas pleitos y los venzas!”. Hasta el simbólico aspaviento andino de sostener durante años una causa judicial: ¡Tú tienes un abogado, yo tengo dos!, nos encarrila a la apasionada energía del proceso.

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Naturalmente, la formación de convicción en un juez unipersonal no es la misma que la que se requiere en un tribunal colegiado. En el primer caso, se trata de un único razonamiento jurídico válido: el suyo. Es probable que no se encuentre exento de dudas y contradicciones. Muy distinta es la labor de un juez que forma parte de un órgano corporativo. En verdad, el trabajo constituye todo un esfuerzo, un auténtico itinerario de adaptación, de asimilación, de aprendizaje. El magistrado comparte la labor resolutoria con sus colegas requiere, para la formación de su convicción, un diálogo, un debate donde lo jurídico debe ser el centro mismo de la discusión. El litigante espera de los jueces un razonamiento jurídico que resuelva la controversia que plantea. En ese sentido, la sentencia que el tribunal emita debe contener los argumentos jurídicos que resuelvan la controversia. Para llegar a la resolución jurídica, un colegiado ha discutido todos los aspectos puestos en el tapete. Como toda toma de decisión colectiva, esta podría no ser de gusto de uno de los miembros. De allí que exista la posibilidad de emitir un fundamento de voto donde se expresen las razones jurídicas de su postura. Para eso existen precisamente y en ese ámbito deben quedarse.

Es natural que se rechace aquello que consideramos injusto. Quien escribe estas líneas y, seguramente, cualquier ciudadano, abogado o juez, labore o no en un tribunal colegiado, ha pasado por esa experiencia. En verdad, muchas veces sesgada. La prensa, quizás el mayor poder fáctico del siglo XXI, suministra cotidianamente, para bien o para mal y, según el prisma apropiado, un caudaloso contingente de información sublevante: delincuentes que son liberados, políticos cuyos casos son archivados, maridos absueltos después de maltratar a sus parejas, etcétera. El juez, que vive el día a día como cualquier

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Cuando se aprobó, contra viento y marea, el precedente Huatuco, incluso, para procesos de amparo que se encontraban en trámite, me solivianté. Había personas con medidas cautelares y sentencias de primera instancia a favor. Lo expresé así en mi fundamento de voto. Hallaba también tremendamente injusto que se aplicara dicho precedente a los obreros. A mi juicio, el concepto de carrera de administración, la exigencia basada en el mérito y función pública tenían límites.

La divergencia de opiniones debe tomarse como una característica propia de la labor jurisdiccional. No todos los magistrados ostentan la misma formación, experiencia o personalidad y es innegable que en el análisis de un caso existan razonamientos disímiles y hasta contradictorios. Ante ello, la mesura resulta indispensable. La labor colegiada requiere de la actividad dialéctica para el intercambio de opiniones y estas deben emitirse en un ambiente  de respeto. Los agravios personales deben mantenerse alejados del escenario de debate, cuyo ámbito no tiene otra finalidad que generar una convicción jurídica colectiva.

Como bien lo señalaría Max Weber, nos corresponde a quienes ostentamos una investidura pública ser apasionados con nuestra causa, éticos en nuestra responsabilidad y guardar mesura en nuestras actuaciones. Si al abogado se le reclama temperamento, del juez se espera moderación. Si la virtud del defensor es la pasión; la del juez es la serenidad, el sometimiento de la ira, el autocontrol.

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Situaciones y hechos extremos

Los conflictos, desgraciadamente, suelen exceder las fronteras en los que deben tratarse y resolverse. En Colombia, hacia el año 2014, dos magistrados de la Corte Constitucional, Nilson Pinilla y Jorge Pretelt, se enfrascaron en una discusión pública a causa de elección del contralor de la República colombiana. Pinilla afirmó que “en las altas esferas del Poder Judicial también existía una mal llamada mermelada”. El magistrado agraviado, ahora suspendido por otras razones, acusó a Pinilla de burlar el retiro forzoso y de grosero atraso en la administración de justicia. En Cuernavaca, México, en el año 2013, en una sesión pública del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Morelos, el juez Miguel Ángel Falcón Vega arremetió a puñetazos a un colega suyo, Rubén Jasso, quien lo acusaba de nepotismo. En Argentina, anecdóticamente, en el año 2015, el presidente del Tribunal Penal de Casación, Federico Domínguez, denunció (una bagatela) por usurpación de autoridad al fiscal general de La Plata, Héctor Vogliolo, por reasignar a favor del Ministerio Público estacionamientos que usaban los jueces de la Corte de Casación para sus vehículos.

El caso más trágico de enfrentamiento judicial ocurría, sin embargo, nada menos que en el Perú. Esto fue el último día del año 1963. Durante una sesión de pleno en la Corte Superior de Apurímac, el vocal Juan Pablo Castro Medina disparó a quemarropa contra dos de sus colegas. Mató a uno, dejó herido a otro. A la vez que gritaba, “el honor no se mancilla” se refugió en el baño y se quitó la vida de un disparo en la sien[1].


[1] RAMOS NÚÑEZ, Carlos. Historia de la Corte Suprema de Justicia del Perú. Tomo I. Lima: Fondo Editorial del Poder Judicial, 2008. p. 441.

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