Pobres esta vez porque muchos de ellos, además de sus labores judiciales, deben sacrificarse dictando clases, conferencias o participando en congresos en el país y en el extranjero. Haciéndose merecedores al reproche de hacerlo, sin considerar “la cantidad de trabajo, el atraso en las causas” y, al mismo tiempo, quejarse de “la falta de apoyo y de presupuesto”.

Para no quedarnos en lo abstracto, recordemos una reflexión pescada en la red y expresada, no podía ser de otra manera, por un profesor universitario. Se dice:

“Que un práctico [entiéndase un juez] no deba enseñar derecho procesal obedece, principalmente, a la necesidad de ofrecer los fundamentos teóricos suficientes para poder estudiar y aprender críticamente esta disciplina. La conexión con la teoría del derecho, filosofía del derecho y derecho constitucional es imprescindible. Esta conexión simplemente es ignorada por el práctico, no porque no sea inteligente ni incapaz ni nada por el estilo; sino porque no ha tenido oportunidad de estudiar lo suficiente ni reflexionar, desde una perspectiva académica, sobre los aspectos problemáticos de la ciencia procesal civil (aspectos que hunden sus raíces en complejas cuestiones teórico-filosóficas de no fácil aprehensión ni explicación). Se trata, en una palabra, que el profesor de derecho procesal sepa, en primer lugar, derecho”.

Líneas después, con aire de autosuficiencia supina, concluye:

“Entonces, ¿un práctico no debe ser docente universitario? Claro que sí. Su presencia es importante. Pero no para enseñar derecho procesal, sino, a lo sumo, “práctica del derecho procesal”, lo cual parece lo mismo, pero no lo es.”

El primer cuestionamiento que surge concierne la finalidad que el crítico atribuye a la enseñanza en las facultades de derecho. De lo que expresa, parece que prioriza la formación de teóricos del derecho. Por esto, los profesores deben estar empapados en las diversas concepciones jurídicas y capacitados para trasmitirlas a los alumnos. Así, estos llegarían a familiarizarse, tomando el ejemplo dado por el crítico profesor, con “los aspectos problemáticos de la ciencia procesal civil”. Los mismos que, siempre de acuerdo con nuestro docente, “hunden sus raíces en complejas cuestiones teórico-filosóficas de no fácil aprehensión ni explicación”. Por lo que se “trata, en una palabra, que el profesor de derecho procesal sepa, en primer lugar, derecho”. Ante esta verborrea lo único que queda es esperar tener la suerte de escuchar una de sus clases.

Si esto fuera así, nuestras facultades de derecho tendrían como fin formar juristas, teóricos del derecho, “dogmáticos”. Sin embargo, esto contradice el hecho que, como es de común conocimiento, nuestras universidades no otorgan el título de juristas sino de abogados. Es decir, conceden la licencia, el “brevete” para ejercer esta profesión jurídica en el marco de todas las actividades sociales, en especial en los diversos procesos de aplicación de las leyes.

Como la enseñanza profesional, en casi todas las universidades, se reduce a la transmisión de conocimientos mediante clases magistrales, completadas con ejercicios prácticos sobre breves casos imaginados o tomados de la realidad, la formación de abogados es puramente hipotética en la medida en que no se prepara a los estudiantes para el ejercicio real de la profesión. En la perspectiva de nuestro estimado profesor, esto explicaría que los prácticos (jueces) enseñasen, por ejemplo, “práctica del derecho procesal” y no “derecho procesal”.

Entre nosotros y de acuerdo con la regulación formal de las facultades de derecho, esta pericia debería ser adquirida, durante la formación de juristas, en estancias activas, por ejemplo, bajo la dirección de un abogado, un notario. En otras latitudes, la obtención del título de abogado supone que se realicen prácticas (como abogados aprendices) bajo la responsabilidad de un abogado, juez, notario, fiscal y se apruebe un examen orientado a comprobar la competencia práctica del candidato.

Pero, como en la mayor parte de los casos, las estancias prácticas en nuestro país son una farsa, resulta que, guardando la debida distancia, el abogado recién egresado es como un médico novel que hubiera recibido su título sin haber practicado en algún hospital. Increíble política universitaria, pero sobre todo: desgraciados clientes.

El segundo cuestionamiento es más de orden práctico. De acuerdo con informaciones proporcionadas en el suplemento Educación Superior del diario El Comercio, del 25 de enero de 2016, actualmente existen en nuestro país 140 universidades, el número de estudiantes es de más de un millón, el de docentes es de cerca de 68 mil y la carrera con mayor demanda es la de derecho (alrededor de 58 mil alumnos matriculados). Por lo que cabe preguntarse quiénes son los que dictan clases en cada una de las facultades de derecho con que cuentan todas las universidades del país. Es que todos estos docentes cumplen con los requisitos, primero, formales establecidos en la ley universitaria y, segundo, con los requisitos de fondo referentes a la formación académica debida.

Carecemos de la información mínima necesaria para responder a estas cuestiones. Por nuestra larga experiencia personal, sin embargo, estamos convencidos que no contamos con los miles de docentes debidamente capacitados para dictar conveniente clases en las universidades y para fomentar y dirigir trabajos de investigación. Se recurre, en la mayoría de los casos a los “prácticos” (abogados, jueces, fiscales) que están a la mano, sobre todo en el interior del país. Si se diera la exclusividad para enseñar, en caso de existir en número suficiente, a los juristas que posean conocimientos profundos sobre las materias a enseñar, así como sobre sus conexiones con la teoría del derecho, la filosofía del derecho y el derecho constitucional, tendrían que cerrar muchas facultades por falta de profesores (lo que sería un efecto inesperado pero positivo).

Sin embargo, como no nos cansamos de repetirlo, no sólo es carencia de personal sino también de condiciones materiales indispensables. Por ejemplo, aún en Lima, ciertas universidades, nacionales o particulares, carecen de bibliotecas dotadas con un número mínimo de libros, menos aún de revistas especializadas. Vacío que no puede ser colmado recurriendo a los medios modernos de acceso a bibliotecas o colecciones de obras digitalizadas. Para hacer funcionar una facultad de derecho parece que bastaría encontrar un local adecuado, amoblarlo con lo indispensable, contratar o nombrar algún personal administrativo y, por supuesto, encontrar una personalidad reconocida para que funja de decano y abrir una ventanilla para recepción de solicitudes para ocupar los puestos de docentes, si es que no se procede por cooptación.

¿Cuántos abogados necesita el país? ¿Cuáles son las necesidades económicas y administrativas que requieren el concurso de abogados, maestros y doctores? Sin importar las respuestas, se sigue ofertando cada vez más la posibilidad de estudiar derecho y obtener el título de abogado. Negocios son negocios.



Publicado originalmente en la cuenta de facebook del profesor José Hurtado Pozo el 14 de febrero de 2016.

Abogado, Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1966). Doctor en derecho, Université de Neuchâtel 1971. Becado de la Confederación Helvética – Université de Neuchâtel (1967-1971). Becado de la Fundación Alexander von Humboldt – Profesor invitado del Institut Max-Plank für ausländisches und internationales Strafrechts de Freiburg in Breisgau (1975-1977).
José Hurtado Pozo.- Abogado, Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1966). Doctor en derecho, Université de Neuchâtel 1971. Becado de la Confederación Helvética – Université de Neuchâtel (1967-1971). Becado de la Fundación Alexander von Humboldt – Profesor invitado del Institut Max-Plank für ausländisches und internationales Strafrechts de Freiburg in Breisgau (1975-1977).
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