Me enamoré de mi abogado

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Amigos de LP, muy buenas noches. Me apena importunarlos con esta carta. Siempre sigo sus publicaciones y me siento parte de ustedes, porque al levantarme, lo primero que hago es visitar vuestra página. Es por eso que elegí este día (sí, San Valentín), para hacer un poco de catarsis y abrirles mi corazón.

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Voy al grano. Me enamoré de mi abogado. Para ser sincera, siempre he pensado que los abogados son el diablo en persona. Siempre los he evitado en reuniones, fiestas y foros. Lo que menos quería en mi vida, tranquila y apacible hasta hace poco, era un picapleitos de los tantos que abundan en la avenida Abancay. Tuve clarísimo que nunca me relacionaría con alguno de ellos, a no ser que realmente lo necesitara.

Hasta que ese día llegó. Desde hace mucho tiempo venía arrastrando un problema judicial, que, debido a mi inexperiencia, puso en apuros mi situación económica. Se trataba de un complejo caso de usurpación que requería los servicios urgentes no solo de un consagrado penalista, sino también de un experto en derechos reales. Necesitaba dos abogados en un solo cuerpo, en una sola cabeza, y por qué no, en un mismo corazón. Pero al mismo tiempo no tenía mucho dinero para cubrir los honorarios de un abogado así.

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Comencé la difícil búsqueda. Preguntando a propios y extraños me topé con varios abogados… hasta que llegué a su despacho. Le conté mi problema y lo primero que me dijo es que tenía jurisprudencia de la Suprema aplicable a mi caso. Entonces, para sorpresa mía, comenzamos a trabajar desde ese mismo día. Le entregué copia de todos los documentos que tenía a la mano y me encargó la búsqueda de otros papeles. Antes de despedirnos me alcanzó un pósit amarillo que contenía el número de una sentencia de la Corte Suprema. “Búscala en LP, la imprimes y me la traes”, me dijo. Así los conocí.

Al día siguiente llegué a su oficina y me recibió con una taza de café. Muy amable y con una elegante corbata azul marino que apuntaba a la hebilla de su correa. ¡Un nudo perfecto! ¡Una camisa tan blanca como el alba!

Según había escuchado a algunos familiares y amigos, los abogados solo se dejaban ver las primeras veces y luego desparecían, poniendo mil y un excusas para no encontrarse con sus clientes. Pero con mi abogado fue distinto. Desde aquella taza de café nuestros encuentros fueron más frecuentes. Me citaba constantemente a su despacho y esas reuniones de trabajo se convertían en gratas conversaciones sobre la injusticia y las odiosas formalidades que encorsetan a nuestros jueces. Me gustaba escucharlo y discutir con él. Aprendía mucho.

Pero de pronto un día me citó en una cafetería. Aunque al principio me llamó la atención que me citara en un lugar distinto a su oficina, acepté el encuentro, tal vez porque en el fondo también quería verlo a solas, sin secretarios ni asistentes. Asistí. Siempre atento, siempre amable. Y siempre con ese preciso nudo de corbata. Empezamos hablando de mi caso y a partir de ahí de muchos temas.

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Debo reconocer que incluso, sin que se lo propusiera, me contagió la idea de estudiar derecho. Era un tipo culto. Nunca se quedaba callado en nuestras conversaciones, siempre tenía una opinión de todo y eso me agradaba. Me sentía protegida a su lado.

Un día se lo conté. Le dije que me gustaría estudiar derecho y se puso muy contento. En nuestra siguiente reunión me trajo un libro de su biblioteca. Era un texto básico, Introducción al derecho. El autor era un tal Rubio Correa si mal no recuerdo. Lo leí metódicamente y me gustó. Era un libro asequible que me dio una idea de todo lo que se me venía en mi futura carrera.

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Recuerdo que el día de mi cumpleaños, una semana antes de la audiencia de mi caso en la Suprema, me obsequió un libro que guardo con mucho cariño en mi cabecera: Qué es la justicia. El libro me encantó cual ninguno. Recuerdo perfectamente el nombre del autor: Hans Kelsen. Permítanme citar una parte:

“No hubo pregunta alguna que haya sido planteada con más pasión, no hubo otra por la que se haya derramado tanta sangre preciosa ni tantas amargas lágrimas como por ésta; no hubo pregunta alguna acerca de la cual hayan meditado con mayor profundidad los espíritus más ilustres, desde Platón a Kant. No obstante, ahora como entonces, carece de respuesta. Tal vez se deba a que constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva: sólo cabe el esfuerzo por formularla mejor”.

Nuestras salidas se hicieron recurrentes y ambos, sin decírnoslo, con solo mirarnos, sabemos que el día de nuestro primer beso llegará. Como suelen decir ustedes en sus memes, pensé que conocerlo sería un acto de mero trámite, pero se ha convertido en un proceso especial.

Pero así como las cosas tienen un lado feliz, también tienen un cariz peligroso. No sé si debo cambiar de abogado. Hasta ahora vamos bien, pero no sé hasta qué punto la relación profesional abogado-cliente puede verse afectada al involucrarse estos sentimientos. Siento que de concretarse nuestra relación esto podría quitarle objetividad y poner en riesgo nuestra estrategia de defensa.

No sé qué pasará hoy. Pero si esto funciona, estén seguros amigos míos que los primeros que lo sabrán serán ustedes. Gracias por leerme y publicar mi carta.

Atte.

La recurrente

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