El desarrollo creciente de los estudios de victimización han encontrado su razón en la cantidad de delitos sobre los cuales no suele haber demasiada información, tales como el abuso sexual a niños o el maltrato a la mujer en el contexto conyugal. En el documento de trabajo sobre víctimas de delitos, el VII Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente señala que este tipo de víctimas constituye una gran proporción de la cifra oscura de la delincuencia, lo cual ha tenido por efecto minimizar la conciencia de ciertas formas de victimización como problema social.

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En ese mismo documento se señala que la victimización en el seno del hogar, aparte de las consecuencias físicas, tiene efectos psicológicos profundos tanto a corto como a largo plazo. La reacción inmediata suele ser de conmoción, paralización temporal y negación de lo sucedido, seguidas de aturdimiento, desorientación y sentimientos de soledad, depresión, vulnerabilidad e impotencia. Tras esa primera etapa de desorganización, las reacciones frente a la victimización suelen cambiar: los sentimientos de la víctima pueden pasar de un momento a otro del miedo a la rabia, de la tristeza a la euforia y de la compasión de sí misma al sentimiento de culpa. A mediano plazo, pueden presentar ideas obsesivas, incapacidad para concentrarse, insomnio, pesadillas, llanto incontrolado, mayor consumo de fármacos, deterioro de las relaciones personales, etc. También se puede presentar una reacción tardía, que ha sido descrita en los manuales de diagnóstico psiquiátrico como desorden de tensión postraumática.

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Por otra parte, los estudios concernientes a los perpetradores de abuso y maltrato intrafamiliar muestran que es el adulto masculino quien con mayor frecuencia estadística asume ese rol. Dichos estudios describen al abusador típico como alguien que no tiene nada que ver con los estereotipos habituales que circulan en el imaginario colectivo; es una persona que, ante una mirada ingenua, jamás podría aparecer como victimario. Esto se debe al fenómeno que ha sido definido como “doble fachada”: existe un desdoblamiento entre la imagen social y la imagen privada. En sus contactos sociales puede ser considerado como una persona agradable, racional, simpática, equilibrada, etc., mientras que en la intimidad del hogar puede ejercer verdaderos actos de tortura física y/o psicológica con su mujer o sus hijos. Dado que, por definición, el victimario es quien ocasiona el daño, está en una posición de mayor fortaleza física y/o psíquica que las víctimas. Esa posición de mayor fortaleza y equilibrio es la que perciben los observadores externos.

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En la década del 50, un equipo de psicólogos sociales americanos realizó una experiencia que consistía en presentar materiales filmados a un grupo numeroso de personas de variadas ocupaciones, para que contestaran luego un cuestionario sobre dicho material. Uno de ellos consistió en mostrar sendas entrevistas con un ex torturador de la Alemania nazi y con un ex prisionero de los campos de concentración (sin informar al grupo de las respectivas identidades y antecedentes); las entrevistas versaron sobre temas generales, sin aportar datos sobre el pasado de los entrevistados. En el cuestionario posterior, la inmensa mayoría de quienes habían presenciado el material fílmico definieron al torturador como más seguro de sí mismo, coherente, veraz y confiable, mientras que percibieron al torturado como inconsistente, vacilante, poco confiable, contradictorio y poco veraz.

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Las conclusiones de esta experiencia se ajustan casi literalmente a lo que ocurre cuando los protagonistas del drama de la violencia familiar se exponen frente a observadores externos (médico/a, psicólogo/a, juez/a, asistente social, etc): las víctimas de abuso intrafamiliar, a raíz de los efectos psicológicos de la victimización, son percibidas como contradictorias, emocionalmente desequilibradas y, por lo tanto, se tiende a desconfiar de la veracidad de su testimonio. En cambio, el perpetrador se muestra como más confiable, en función de su fachada de seguridad, racionalidad y aplomo.

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Por otra parte, las versiones de ambos siempre son virtualmente opuestas, ya que el victimario está en condiciones de utilizar argumentos que minimizan las consecuencias de su conducta, atribuye la responsabilidad de los hechos a supuestas provocaciones de la víctima, define como exageraciones los cargos en su contra, y proporciona explicaciones racionales de los hechos. La víctima, que ha pasado por situaciones extremas y a veces muy prolongadas de miedo, indefensión, angustia, depresión, etc., se encuentra en inferioridad de condiciones y el resultado suele ser que, a partir de esta diferencia de imagen, se confíe menos en su testimonio. Cuando esto ocurre, están dadas las condiciones para que se produzca el fenómeno de la doble victimización: cuando la persona que ya viene dañada vuelve a ser victimizada mediante la incomprensión o la incredulidad de las personas o instituciones a las que acude para ser ayudada.

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Texto de Jorge Corsi. Descarga el texto en PDF aquí.

 

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