Entre la labor del jurista y el abogado: comentarios al respecto de cinco recientes artículos

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1. Doig vs. Sotomayor

Al momento de iniciar la redacción de estos comentarios sobre un artículo escrito por Bruno Doig, titulado “De cómo aprendí a borrar a Savigny de un memorial”, me llamó la atención de la idea central de éste: “la falta de investigación y educación en argumentación jurídica nacional[1]. Sería entonces que construiría una argumentación en favor de esa idea, que me parece acertada y de suma urgencia en nuestro alicaído derecho peruano. Seamos sinceros, los académicos o juristas en el país son pocos. Más escasos aún son, en estos tiempos, quienes estudian realmente la aplicación de las instituciones jurídicas en nuestro país, es decir en el ámbito doctrinario y fáctico de los efectos jurídicos en la compleja y diversa realidad peruana.

Es así que, cuatro días después, se publica una especie de respuesta al texto publicado por Doig, bajo el sugerente título de “Savigny con tinta indeleble: no se trata tanto de a quién se cita sino para qué se hace”[2]. Este artículo escrito por Enrique Sotomayor, al parecer, pretende contradecir la visión de la aplicabilidad de la doctrina en el ejercicio profesional, específicamente en el ámbito del arbitraje. Sotomayor acusa de confusión terminológica a Doig, aunque señala que no ingresará a un debate directo con este último al respecto de su idea central.

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Este artículo se puede catalogar de erudito por la comprensión y sistematización de la información histórica en el texto de Van Caenegem y expresa de manera más clara la abundante información que encontramos en el libro[3] de este autor. Así, Sotomayor se sirve de la historia del derecho europeo para afirmar que Doig exagera al considerar que “el aprendizaje de dogmática foránea sería un ejercicio estéril de historiografía”. Sin embargo, de la lectura del texto de Doig no se puede deducir categóricamente tal idea del autor; de hecho, la crítica de este se centra en la ausencia de estudios académicos sobre el desarrollo del derecho nacional en comparación de los que abundan sobre el derecho continental, como si esto fueran lo realmente importante para el desarrollo de nuestro derecho.

En un segundo punto, Sotomayor se refiere a una mala aplicación de la dogmática y la doctrina en nuestro país. Aquí queda claro que no encuentra mayor divergencia a lo que indica Doig al respecto. No obstante, Sotomayor cae justamente en lo que crítica a Doig: el empleo terminológico, pues, al parecer, utiliza arbitrariamente los conceptos de dogmática y doctrina jurídica. Y –ésta si es una crítica personal a su postura– se centra en los métodos de interpretación jurídica, cuando a mi parecer lo realmente importante en la producción del conocimiento jurídico, no es el tipo de método a utilizar, sino el empleo de criterios lógicos y una estructura mental que organice los fundamentos sobre los cuales la persona realiza su labor académica y profesional.

El método será así siempre una etiqueta al desarrollo de esa construcción mental cuyo producto será, por ejemplo, el informe jurídico. En la dogmática, el método ni siquiera es importante, pues se encierra en el dogma o la aparente inmutabilidad de ciertos conceptos los cuales se elevan a una categoría ontológica superior a la cual le denominan “principios” siendo éstos los precedentes a todo desarrollo doctrinario.

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El derecho no es una ciencia exacta y, es más, dudo sinceramente de su cientificidad, mas no de su carácter como disciplina académica, lo cual implica un constante cuestionamiento a eso que consideraríamos dogmático, sobre todo a partir del desarrollo de la filosofía jurídica, campo que Sotomayor conoce muchísimo mejor que yo. De hecho, el autor critica la nomenclatura de “naturaleza jurídica”, lo cual me parece muy acertado por ser meramente arbitrario y fuera de fundamento objetivo hablar de una naturaleza en las instituciones jurídicas, al ser estas abstracciones conceptuales que responden a criterios de funcionalidad práctica desarrollados por los juristas.

Respecto al último punto de Sotomayor, la argumentación jurídica es una manera de desarrollar interpretaciones normativas que se extienden, como debería ser, más allá de la lectura textual de la norma. De hecho, acertadamente manifiesta que la argumentación jurídica como práctica no se distancia mucho de la argumentación en general; es decir, la construcción de argumentos bajo criterios lógicos a través del uso del lenguaje, con el objetivo de fundamentar, comunicar y defender una postura. Entiendo, de la lectura de los últimos dos párrafos del texto de Sotomayor, que no difiere o, por lo menos no significativamente, de la definición de argumentación que expreso en la oración anterior.

Por ello, y aquí viene mi confusión, no comprendo por qué Sotomayor le pide precisión conceptual a Doig, pues según sus propias palabras solo se requiere de un “buen razonamiento, una búsqueda adecuada y una sistematización cuidadosa del material acopiado”. Me pregunto: ¿no es acaso lo que Doig está requiriendo? De hecho, reclama la ausencia de material en los términos de desarrollo de una doctrina verdaderamente nacional y no meramente comentarista de nuestra normativa con doctrinas extranjeras.

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2. El necesario resurgimiento de los estudios históricos del derecho en el Perú

Luego de haberme referido en los términos anteriores, pensaba en redactar un llamado a la urgencia de volver a mirar nuestros textos jurídicos, es decir, realizar una labor de arqueología jurídica para construir una historia del derecho que nos explique la evolución de ciertas instituciones jurídicas. Con ello, conocer mejor nuestro derecho contemporáneo y revalorar la producción académica de ciertos juristas peruanos (sin distinguirlos de su nacimiento en la época virreinal o republicana), que escribieron sobre la aplicación del derecho en estos territorios y desarrollaron verdaderas instituciones jurídicas adecuadas a nuestra realidad. Felizmente, en esos días se publicaron dos sesudos artículos: uno de Renzo Honores y otro de Walter Abanto.

En El Derecho Consuetudinario en el Perú del siglo XVI[4], Renzo Honores hace un recuento histórico de los principales autores coloniales de las décadas posteriores a los años posteriores a la invasión española y la superposición del sistema monárquico sobre los cacicazgos del otrora Tahuantinsuyo. Sobre todo hace referencia a los años donde la habilidad administrativa del virrey Álvarez de Toledo consolidó la característica diversa de la jurisdicción con la pluralidad de fueros. Esto sirvió para mantener en una relativa autonomía las prácticas, si quiere llamarse, jurisdiccionales de los cacicazgos bajo la supervisión de la administración virreinal. Es decir, la coexistencia y validez no solo tangible sino jurídica de las prácticas que denominaríamos actualmente como consuetudinarias. No sería de extrañar la aparente estabilidad de la administración colonial hasta las reformas borbónicas que derivó, por ejemplo, en la gran rebelión de José Gabriel Condorcanqui y Micaela Bastidas.

Mientras que por su parte, Walter Abanto en su artículo La Escuela de Salamanca y su influencia en la formación del Derecho de Gentes[5] explica clara y acertadamente como la doctrina que desarrollan los autores castellanos del Siglo XVI, especialmente, Francisco de Vitoria, constituyen argumentos jurídicos y filosóficos para legitimar y a la vez limitar la invasión, conquista y expansión española.

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Aquí, Abanto describe brevemente como el derecho de gentes, antecesor del moderno derecho internacional público, desarrolla, a través de los juristas de la Escuela de Salamanca; los conceptos jurídicos de guerra y territorio para su aplicación en las conquistas territoriales del Siglo de Oro español o la etapa imperial de España. Este desarrollo doctrinario se da gracias a la formación filosófica de los juristas y el conocimiento de las costumbres bélicas de los pueblos de herencia latina de Europa occidental. En este sentido, el autor advierte la aplicación de estas categorías jurídicas en momentos históricos trascendentales como la guerra con Chile, en el contexto nacional, y la carrera imperialista de las potencias del Siglo XIX hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial.

El motivo por el cual hago referencia a los dos artículos anteriores es por el acertado énfasis que Sotomayor le da a la importancia de la Historia del Derecho para conocer el desarrollo y aplicación de la doctrina jurídica. Los temas tratados por Honores y Abanto son, en efecto, dos muestras claras de cómo el derecho tiene una importancia trascendental en la historia de los grupos humanos que, diseñados bajo modelos políticos distintos como monarquías o repúblicas, construyen argumentaciones o discursos de contenido jurídico cuyos efectos transcienden en el ámbito fáctico. Es por ello que el desconocimiento de nuestras propias fuentes doctrinarias a lo largo de la historia nos pone en un tristísimo lugar de atemporalidad jurídica. Un lugar donde los operadores jurídicos recurrirán a autores extranjeros para tratar de explicar la normativa peruana, ante de la deficiencia cuantitativa de estudios originales sobre el derecho peruano.

Desconocer la decisiva influencia de lo jurídico en el desarrollo humano y sus diversas formas de colectividad, es desconocer la importancia del derecho en la praxis política y vida social de la humanidad. Eso, en el Perú, lamentablemente es habitual: los escasos estudios de la criminalidad peruana desde el punto de vista jurídico, la esclavitud, el matrimonio, el yanaconaje, la contrata chinera de coolíes, el régimen migratorio, los regímenes jurídicos alrededor de las tierras y el territorio, entre otros; son ámbitos donde los abogados contemporáneos poco o nada se ha detenido a profundizar académicamente. Muchos de estos ámbitos son relegados a los estudios casi ajenos de la sociología del derecho, de la antropología jurídica y la historia del derecho.

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Con la crítica anterior, el derecho pierde parte de su efectividad práctica y su funcionalidad en la realidad, lo cual debe ser el fundamento final del derecho. Como señalara acertadamente Ramón Huapaya, haciendo referencia al jurista Fernando de Trazegnies, “el derecho no puede ser una actividad intelectualmente masturbatoria, tiene que ser un coito con el mundo”[6]. En ese sentido, la siguiente pregunta considero personalmente decisiva: ¿Qué tipo de profesionales formamos en las facultades de derecho del país? ¿Juristas o técnicos jurídicos? ¿Académicos u operadores?

Al parecer, no lo primero pero tampoco exclusivamente lo segundo. Pues aun así, parecen ser los estudios de derecho civil los más profundizados por los abogados y comentaristas jurídicos peruanos, la crítica de Doig demuestra que se ha visto más al exterior para explicarnos y comprendernos, antes que a lo verdaderamente nuestro: la práctica, aplicación y eficacia de las normas jurídicas en nuestra particular y diversa realidad. Uno de los caminos para construir una doctrina jurídica nacional es, sin lugar a dudas, la historia del derecho. No obstante, el riesgo está en que esta especialidad, como otras más académicas, no tenga un fin práctico y solo sirva para desarrollar un conocimiento no para aplicar, sino para alardear.

3. La labor del abogado y del jurista

En este punto del texto, considero que queda algo clara la labor del jurista, que podría definirse como la persona que se dedica al estudio del derecho como una disciplina académica cuya finalidad resulta funcional a la sociedad donde se aplica. Y, en pocas palabras, su labor sería crear o desarrollar la doctrina o el conocimiento jurídico, para que los operadores jurídicos (abogados, jueces, funcionarios públicos, entre otros) los pongan en práctica y ejecución. Siendo esto así, ¿cuál es la labor del abogado?

Para intentar responder a la pregunta anterior, comentaré el ensayo de Alexis Luján titulado La misión del abogado en el Estado constitucional del derecho[7], también publicado en estos últimos días, al igual que los artículos ya mencionados. Este trabajo pareciera que cayera como anillo al dedo, como si fuera uno pensado por esas parejas convencidas plenamente de su compromiso matrimonial.

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Me explico. En un contexto popular de desazón respecto al funcionamiento del Poder Judicial, debido a una alta percepción generalizada de impunidad e irrespeto por “las leyes”, este artículo nos invita a repensar objetivamente la labor del abogado. En ese sentido, ¿qué mejor manera que repensarlo bajo el marco constitucional? Pues, se entiende, al menos teóricamente, que la Constitución es un texto jurídico y político, casi sacralizado, que expresa un pacto colectivo por la convivencia social. Esto sólo es teoría. Vayamos a la realidad.

Luján, en su reciente trabajo, manifiesta la supremacía de la Constitución como norma fundante de la estructura orgánica del Estado y garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos[8]. En ese sentido, para un Estado-Nación, como el de la República del Perú, representa todo un reto llegar a ser un Estado constitucional de derecho, por su baja institucionalidad y su carácter poco democrático como país. Al respecto, el autor señala que los puntos más críticos de lo anterior se ubican en la demora irrazonable de los procesos judiciales, la existencia de corrupción, y la inefectividad del sistema penal y penitenciario, sirviéndose como fuente, un estudio realizado por World Justice Project, organización que utiliza aproximadamente ciertos criterios para determinar la cercanía de un Estado a uno constitucional de derecho. Así, además, Luján toma también en cuenta la reciente inestabilidad política para analizar el rol de los abogados en nuestro país.

Veamos. Luján afirma que en la sociedad peruana contemporánea no se puede entender al abogado como un mero litigante, sino también como un operador jurídico que ha participado y participa de la “arquitectura privada de regulación contractual”, y, además, encuentra su ejercicio en labores enfocadas a la regulación y la normativa técnica en ciertas materias más especializadas. Es decir, el abogado cumple un rol más dinámico y diverso que el tradicional de litigante ante una corte jurisdiccional. Ello se podría explicar en las diversas ramas y especializaciones que en la actualidad existen en el ejercicio profesional ¿o, tal vez, en el campo laboral?

En ese sentido, el autor elabora una lista, algo extensa, de actividades respecto de la participación de los abogados en la consolidación de un Estado constitucional de derecho. Por lo cual, los denomina como “verdaderos guardianes del ordenamiento jurídico”; en otras palabras, en aras de la consolidación constitucional, el abogado cumpliría una labor en favor de la sociedad y el Estado de Derecho o de Rule of Law. Siendo esto así, Luján descarta categóricamente la misión del abogado como una exclusiva al deber de representación de los intereses de su cliente; sino su misión consistirá como fin último el de “la consolidación del Estado de Derecho; la justicia y el orden social” de acuerdo a lo señalado por el artículo 3 del Código de Ética del Abogado.

En ese sentido, más allá de mi personal discrepancia con la misión del abogado con la cual concluye Luján y el Código de Ética del Abogado, no puedo negar que la construcción de los fundamentos del autor es una muestra de verdadera argumentación jurídica. Me explico. Las ideas sobre las cuales Luján construye su visión de la misión del abogado se encuentran debidamente sustentadas en fuentes académicas y normativas que ayudan a construir su argumentación. Luján no se centra en los conceptos o en los términos, sino elabora los suyos propios a través de un análisis lógico de las fuentes de las cuales se sirve, para determinar objetivamente cuáles son o deberían ser los alcances de la actuación del abogado, dentro del marco de un Estado constitucional de derecho, marco donde teóricamente se encuadra el Estado peruano. Y hago mención a la argumentación de Luján ya que es precisamente lo que Doig, entiendo yo, busca o reclama en su artículo.

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Al respecto de lo anterior, la labor del abogado me resulta un ámbito nebuloso y poco claro, donde el mercado laboral ha dirigido las ocupaciones profesionales de los egresados de las facultades de derecho. La diversidad de puestos de trabajo donde los bachilleres en derecho y los abogados pueden desempeñarse merece una seria investigación que sirva para reformular la educación jurídica pre-profesional en el país. Ni qué decir de las maestrías en derecho, donde contradictoriamente al pregrado (que exige prácticas pre-profesionales), no se exige ningún tipo de experiencia profesional para la obtención del título de posgrado.

¿Qué visión de abogados ofrecen las facultades de derecho? ¿Realmente se requiere mayoritariamente de seis años de formación universitaria para ser un abogado competente o se requiere un poco de especialización y práctica para ser un operador jurídico eficiente? Si en los años siguientes no somos capaces de responder a estas interrogantes, probablemente poco o nada habremos mejorado en la percepción pública de nuestra profesión y en el desarrollo de la disciplina.

Para finalizar este apartado, quiero criticar la visión del ejercicio profesional (la del abogado practicante en arbitraje) que Sotomayor parece cuestionar a Doig, sobre todo por hacer referencias a ciertas inexactitudes terminológicas en las ideas que este último manifestó en su artículo. Más allá de que Sotomayor pueda tener la razón o no en sus críticas, considero que señalar ciertas apreciaciones de Doig como errores es realmente un error del crítico, pues en el fondo pareciera que pretende imponer un lenguaje y una agenda de discusión respecto del cual el autor comentado no ha planteado.

Al señalar esto no quiero decir que hubo mala fe en las críticas de Sotomayor; sin embargo, me sirve para advertir cierto divorcio, si es que alguna vez hubo algún matrimonio, entre los claustros universitarios y la práctica jurídica en la realidad cotidiana. Solo para poner un ejemplo, no es casualidad que el propio Estado en materia de contratación estatal se ha excluido de ir a la jurisdicción del Poder Judicial para obligarse, y con él a su contratista, al arbitraje a efectos de solucionar sus controversias.

4. Comentarios finales

Me pregunto finalmente y, aquí una crítica tangencial al texto de Doig, ¿Por qué incluir en el título de su artículo a Savigny? ¿Era realmente necesario? Considero que no. Pues, más allá de ser un título provocador y llamativo resulta innecesaria hacer una referencia a un célebre jurista que se oponía a una codificación alemana basada en la dogmática. Savigny encontraba en las prácticas cotidianas de la sociedad prusiana, una rica fuente para analizar las instituciones jurídicas clásicas que los romanistas estudiaban, y comprenderlas en su dimensión fáctica e histórica.

Así, el jurista prusiano superaba, al igual que varios de sus contemporáneos, el idealismo racionalista alemán preponderante a finales del siglo XVIII, como corriente filosófica, y al iusnaturalismo, como su par en el campo jurídico. De hecho, para mediados del siglo XIX, la denominada Escuela Histórica del Derecho, de la cual se le considera uno de los fundadores y máximo exponente, ya había ganado una posición preponderante como opositora a una codificación similar a la francesa.

Mi duda crece al revisar el desarrollo normativo de la República peruana en campos tan importantes como el de la propiedad comunal, por ejemplo, pues se aprecia la inobservancia casi total de la realidad andina, sus territorios y su derecho consuetudinario. La influencia de Savigny no llegó a plasmarse en el campo jurídico nacional. Así, queda claro que la legislación, partiendo de la dictadura de Bolívar hasta la actualidad, ha excluido sistemáticamente la aplicación de normas de derecho consuetudinario para su validez en el ámbito oficial de la etapa republicana. De hecho, tal ausencia de la influencia de Savigny y el derecho consuetudinario en el derecho peruano sería advertida por el reconocido historiador del derecho, Jorge Basadre[9].

En virtud a lo anterior, me queda reflexionar si Doig tuvo en cuenta que Savigny no llegó a influir realmente en el derecho republicano de los primeros años de la República y, por ello, tampoco en la formación de una doctrina peruana a lo largo de la historia. Lo cual representaría un verdadero acierto en el título, ya que desmitificaríamos la figura de Savigny en nuestra educación jurídica y en el desarrollo del derecho peruano.

O, por el contrario, si solo se sirvió de esta referencia a Savigny para captar la atención de los lectores en desmedro de la importancia que este jurista representa para la disciplina académica. Sin perjuicio de lo anterior, el gran aporte de Doig es el llamado de atención a la urgencia y necesidad de desarrollar una verdadera doctrina nacional, con el fin de construir argumentaciones jurídicas que sirvan en la práctica y en el ejercicio profesional de los operadores jurídicos.

Quiero cerrar estos comentarios recordando una idea que años atrás escuché desarrollar al entonces estudiante de pregrado, José Carlos Fernández, hoy cursando estudios de posgrado en la Universidad de Harvard; una referencia a la necesidad de distinguir entre los científicos jurídicos y los técnicos jurídicos. Esta idea fue desarrollada dentro del marco de un Coloquio Estudiantil de Filosofía y Teoría General del Derecho en la PUCP y donde el ponente, a raíz de su experiencia de intercambio universitario en Alemania, proponía –si mal no recuerdo– la necesidad práctica de dividir la carrera de derecho en dos áreas delimitadas de estudios alrededor del conocimiento jurídico.

La primera que sería enfocada al desarrollo de científicos jurídicos o juristas, quienes desarrollarían la doctrina con la rigurosidad académica que una universidad de calidad exige, y los técnicos jurídicos, quienes se encargarían de la operatividad y aplicación de los conocimientos jurídicos desarrollados por los primeros. Estás ideas son desarrolladas de mejor manera en el texto de Fernández, publicado en 2012 y titulado Buenas razones para que las clases de derecho se dicten también en el pabellón H de Humanidades[10]. En ese sentido, considero que esta propuesta resultaría válida en nuestro país debido a la proliferación de abogados que no saben derecho (o que lo complican en su redacción) y la de catedráticos que desconocen las dinámicas alrededor de la práctica cotidiana de la abogacía.

Finalmente, si desaprovechamos la oportunidad que los avances tecnológicos y la velocidad de circulación de la información nos brinda la situación actual, seguiremos en el ostracismo del desarrollo académico que reviste al derecho peruano. Nuestra disciplina académica ha tenido pocos avances trascendentales en las últimas décadas. Tanto así que resulta públicamente posible cuestionar la jurisdicción que tiene la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el Estado peruano, en base al Pacto de San José, o lo que en doctrina se conoce como el control de convencionalidad. En un país con una comunidad académica sólida en el campo jurídico resultaría impensable argumentar un desacato a la autoridad de la Corte IDH en base a criterios de soberanía, aunque el fallo de dicho colegiado no sea de nuestro agrado. Tal aberración jurídica es sintomática de un Congreso donde la ignorancia supina es digna representante de nuestra “democracia representativa”.

Y, de hecho, donde la sola lectura o revisión de tres artículos escritos meses y años atrás por una estudiante de derecho, Bárbara Ramos[11], elevaría significativamente el nivel del debate público o político alrededor de temas de actualidad nacional: la violencia y represión sexual, junto a la situación de esclavitud laboral. Vale, creo que peco de idealista, tal vez nos merezcamos y con justa razón a esos congresistas que llamamos inmerecidamente legisladores. ¡Sí! Ellos, quienes hacen nuestras leyes, siendo nosotros las que las tenemos que cumplir. Tal vez un punto de quiebre sería una reforma en la carrera de la abogacía y en esto no soy idealista.


[1] Doig, Bruno. “De cómo aprendí a borrar a Savigny de un memorial”. En: Enfoque Derecho. Portal jurídico de Thémis, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 9 de febrero de 2018. Disponible on-line en: http://www.enfoquederecho.com/2018/02/09/de-como-aprendi-a-borrar-a-savigny-de-un-memorial-1/

[2] Sotomayor, Enrique. “Savigny con tinta indeleble: no se trata tanto de a quién se cita sino para qué se hace”. En: Enfoque Derecho. Portal jurídico de Thémis, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 13 de febrero de 2018. Disponible on-line en: https://www.enfoquederecho.com/2018/02/13/savigny-con-tinta-indeleble-no-se-trata-tanto-de-a-quien-se-cita-sino-para-que-se-hace/

[3] Van Caenegem, R.C. Jueces, legisladores y profesores. Traducido al español por María José Higueras. Lima: Palestra, 2011.

[4] Honores, Renzo. “El Derecho Consuetudinario en el Perú del siglo XVI” En: Pólemos. Portal jurídico interdisciplinario de Derecho & Sociedad, asociación de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 13 de febrero de 2018. Disponible on-line en: http://polemos.pe/derecho_consuetunidario_peru_sigloxvi/

[5] Abanto, Walter. “La Escuela de Salamanca y su influencia en la formación del Derecho de Gentes”. En: Pólemos. Portal jurídico interdisciplinario, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 20 de febrero de 2018. Disponible on-line en: http://polemos.pe/la-escuela-salamanca-influencia-la-formacion-del-derecho-gentes//

[6] Véase el video editado por Legis.pe en: https://www.youtube.com/watch?v=z5T9wTrcfSE. Dichas afirmaciones fueron expuestas en el marco del II Curso de Derecho Administrativo organizado por el Instituto Astrea, en una ponencia referida al Procedimiento Administrativo. Disponible on line en: https://www.youtube.com/watch?v=3kIOVn7jxcA.

[7] Luján, Carlos. “La misión del abogado en el Estado constitucional de Derecho”. En: Legis.pe. Publicado el 23 de febrero de 2018. Disponible on-line en: https://lpderecho.pe/mision-abogado-estado-constitucional-derecho/#_ftn65

[8] Aquí Luján hace referencia a los ciudadanos, aunque consideramos que hacer referencia a las personas sería lo más ideal. Sin embargo, consideramos que no es una casualidad que haga referencia a este término, pues de una lectura meramente textual de la Constitución vigente, parece ser que la persona no ciudadana no tiene garantizado plenamente el ejercicio de sus derechos fundamentales. Situación similar a lo de la capacidad jurídica consignada en el Código Civil de 1984. Esto, no obstante, es motivo para otro debate.

[9] Basadre, Jorge, (1937). Historia del Derecho Peruano. Segunda Edición. Lima: Studium, 1988. pp. 357-381.

[10] Fernández, José Carlos. “Buenas razones para que las clases de derecho se dicten también en el pabellón H de Humanidades”[10]. En: Enfoque Derecho. Portal jurídico de Thémis, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 23 de noviembre de 2012. Disponible on-line en: https://www.enfoquederecho.com/2012/11/23/buenas-razones-para-que-las-clases-de-derecho-se-dicten-tambien-en-el-pabellon-h-de-humanidades/

[11] Ramos, Bárbara. “Explotación sexual infantil: Imaginario de la selva peruana, pobreza y familia” En: Pólemos. Portal jurídico interdisciplinario de Derecho & Sociedad, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 12 de agosto de 2015. Disponible on-line en: http://polemos.pe/explotacion-sexual-infantil-imaginario-de-la-selva-peruana-pobreza-y-familia-3/; “El circo de la mujer: Socialización y modelos de mujer en los programas humorísticos del Perú”. En: Pólemos. Portal jurídico interdisciplinario de Derecho & Sociedad, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 9 de julio de 2015. Disponible on-line en: http://polemos.pe/el-circo-de-la-mujer-socializacion-y-modelos-de-mujer-en-los-programas-humoristicos-del-peru-2/; y, finalmente, “Las Malvinas y el monstruo de la esclavitud en el Perú”. En: Pólemos. Portal jurídico interdisciplinario de Derecho & Sociedad, asociación civil de estudiantes de Derecho de la PUCP. Publicado el 25 de junio de 2017. Disponible on-line en: http://polemos.pe/las-malvinas-monstruo-la-esclavitud-peru/.

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Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Candidato a magíster en Antropología por la misma casa de estudios. Ha sido asistente jurisdiccional en el despacho del magistrado del Tribunal Constitucional, Carlos Ramos Núñez. Además, ha sido secretario arbitral en arbitrajes ad-hoc. Actualmente, se desempeña como Jefe de Prácticas del curso de Investigación Académica de Estudios Generales Letras y es docente adjunto de las cátedras de Historia del Derecho Peruano y Sistema Romano Germánico y Derecho Anglosajón de la Facultad de Derecho PUCP. El autor agradece a la abogada Evelyn Chilo Gutiérrez por el intercambio de ideas que fueron el punto de partida de este artículo, y a la estudiante Ariana La Rosa Flores de la Facultad de Derecho PUCP por la revisión y comentarios finales.