Funciones (oficiales y mentirosas) de la fundamentación judicial

La pregunta sobre por qué es necesario fundamentar las sentencias resulta hoy día, para muchos, una interrogante teóricamente trivial y pragmáticamente estéril, pues su respuesta, se dice, es más que evidente. Pero: ¿lo es? Curiosamente, durante más de doce (¡¡) siglos se consideró que era innecesario, contraproducente y hasta de “mal gusto” que un juez expusiera las razones de sus fallos. Es así como existe el aforismo latino, de antiguo abolengo, según el cual: si cautus sit iudex, nullam causam exprimet (si el juez es cauto, no expresará la causa de su decisión). La obligación de motivar las sentencias judiciales no es, entonces, una constante histórica axiomática, sino que está sujeta a las contingencias ideológicas de la época.

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En nuestro tiempo, donde se idolatra la razón técnica (“Tecno-Totemismo”)[1] resulta impensable tomar una decisión que no se pueda “justificar” de alguna forma. En ausencia de argumentos (aunque estos sean ilusorios) que respalden las decisiones, las voces iracundas de los afectados se alzarán y los ánimos se incendiarán, pues inmediatamente nacerá la réplica de que la decisión es arbitraria.[2] Una decisión que aparezca ante la opinión pública como injustificada, se expone, en primer lugar, a ser suprimida mediante los mecanismos formales de control (recursos, apelaciones, control de constitucionalidad) y, en segundo lugar, a ser revocada mediante la violencia. Las decisiones palmariamente arbitrarias son, en los sistemas jurídicos occidentales, el preludio de revoluciones sociales.

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Resumidamente, pues, se puede decir que fundamentar un fallo cumple, esencialmente, cuatro funciones básicas, de las cuales solo las dos primeras se acostumbran poner sobre el tapete:

a) La primera, y más evidente, es la que se podría denominar endoprocesal. Plasmar por escrito las razones en virtud de las cuales se toma una decisión determinada, sirve como un mecanismo interno para que los tribunales superiores puedan ejercer un control (aunque sea mínimo) de los alegatos esgrimidos por los tribunales de instancias inferiores. Este control puede llevarse a cabo también por medio de los abogados de las partes, quienes conocerán así los argumentos que deben combatir en los recursos de revocatoria y apelación.

b) La segunda tarea que cumple la fundamentación tiene que ver, como ya se dijo, con la presuntaracionalidad de las sentencias judiciales y del Derecho en general. Volver en detalle sobre este problema es intentar “redescubrir (por enésima vez) la rueda”. A estas alturas en el desarrollo de la Teoría del Derecho debería resultar claro que las decisiones judiciales no son, ni pueden ser, estrictamente racionales. Pocos autores han expresado de una forma tan concreta e insuperable esta idea como ALEJANDRO NIETO:

“En mi opinión, aquí nos encontramos, en efecto, ante un engaño ‘institucionalizado’. Por razones ideológicas, el Estado no puede admitir que sus órganos judiciales decidan por causas distintas de la racionalidad legal, que es la única que les legítima. De la misma manera que los jueces se sentirían lastimados en su dignidad personal si se atribuyeran causas no jurídicas a sus resoluciones. Para que el mundo viva en orden es imprescindible que los comportamientos humanos puedan justificarse caballerosamente y, con Freud o sin él, nadie está dispuesto a reconocer en público lo que quizás no niegue en la esfera de su intimidad. Puesto que el sistema político ha decidido que las sentencias se deducen de razonamientos lógicos, no es prudente abrir las puertas de la bodega para dejar que salgan los fantasmas de la irracionalidad o las alimañas del decisionismo.[3]

Por supuesto, que uno descalifique al Derecho y a su aplicación judicial como poco racionales o eventualmente irracionales, no incide sobre la circunstancia de que la racionalidad es, como ya se indicó arriba, un ideal indeleble de las sociedades humanas y de la cultura jurídica en particular. Tal y como certeramente lo vio ARNOLD, el mito de la racionalidad jurídica es uno de los componentes esenciales para la preservación del orden y de la tranquilidad social:

“Si los Tribunales –o al menos las personas que trabajan en ellos– no creyeran categóricamente que la Justicia es impartida de acuerdo con los dictados inexorables de una Ciencia-Lógica-Impersonal, entonces nuestra maquinaria para la administración del Derecho no existiría tal y como hoy la conocemos. De igual forma que los individuos cultivan sueños e ilusiones, así también lo hacen sus instituciones judiciales.”[4]

De allí que por más abiertamente despótico e irracional que se comporte un ordenamiento jurídico, siempre prevalecerá en la conciencia de las personas el deseo (real o ilusorio) de que las decisiones que allí se cosechen sean justas y racionales. Nos encontramos aquí ante la “presencia inquebrantable del mito” de la que habla KOLAKOWSKI o ante el “poder gratificante de la ilusión” al que refiere KANTOROWICZ.

c) Una tercera función que cumple la fundamentación de los fallos judiciales se refiere a la legitimación del poder ejercido por el Estado sobre los ciudadanos. Una sentencia, independientemente de si ésta es “racional” o no, implica ejercicio directo de las potestades de imperio de la administración pública. Esta refleja de una forma –a veces brutal como sucede en el Derecho penal– la autoafirmación del Leviatán social sobre el individuo concret Es probable que si el Estado no motivara sus decisiones (o al menos no aparentara hacerlo) se enfrentaría, tarde o temprano, con el poder despótico de las masas clamando por “Justicia”.

d) La fundamentación de los fallos judiciales cumple, finalmente, la importante función de legitimar la administración de justicia frente a distintos foros de la sociedad (o “auditorios” sociales, como les llama PERELMAN). Así, suele suceder que los jueces motiven las sentencias teniendo en mente cuatro grupos básicos de personas, a las que se intenta convencer de la “bondad” del fallo:

i) Las partes involucradas representan, por un lado, el auditorio directo de los operadores del Derecho. Aquí hay que tener presente que lo que el juez busca es convencer a las partes de la corrección sistemática y, finalmente, de la “justicia” de su decisión. Visto en términos realistas este ideal nunca se cumple. Para quien gana el caso no hay, prácticamente, necesidad de que se le expongan las razones por las cuales salió airoso. Él se da por satisfecho con obtener la pretensión que buscaba, independientemente de si el fundamento de esta es absolutamente injusto o no. Para quien pierde el litigio, por el contrario, no existirán argumentos que lo convenzan de su fallida derrota. De allí que, como bien decía RÜTHERS, cuán “justa” se considere una sentencia depende de quién la valore: el ganador o el perdedor. La misma idea ha sido expuesta, en forma insuperable, por nuestro autor multi-citado (NIETO), quien concluye:

“Ésta es, para mí, la gran –y triste– especificidad de la argumentación jurídica: su inutilidad radical. Porque nadie ‘escucha razones’: el vencedor porque no las necesita y el perdedor porque nunca podrá ser convencido…La argumentación jurídica se convierte de esta forma en un rito de cortesía que a nadie importa y ninguno atiende.”[5]

ii) El foro social más importante al que se dirige el juez con la motivación de sus fallos está constituido, empero, por los Tribunales Superiores (“Salas de Casación”). A ningún juez le gusta ver cómo sus sentencias son revocadas una y otra vez por las instancias de alzada. De allí que se cuiden mucho (en la argumentación que le dan a sus decisiones) de tener siempre presente la opinión de los Tribunales Superiores.[6] Esto explica el exagerado inventario de jurisprudencia que se cita en las sentencias de los tribunales de primera instancia, las cuales se convierten, de esta manera, en un “collage” absurdo y hasta ridículo, donde la técnica no es el razonamiento sesudo del juez sino el “corte y pegue” mecánico de los programas informáticos.

Desde esta óptica, una sentencia “eficaz” es (¡cínicamente!) aquella que evita ser revocada y no necesariamente aquella que resuelve el conflicto social de la mejor forma posible. Sobre esta situación nos ha ilustrado LAUTMANN, quien nos dice al respecto: “La efectividad de una sentencia se toma en consideración solo en la medida en que se estima que esa sentencia va a ser aceptada o no por los tribunales superiores. No obstante, aquí no se trata, por lo general, de la satisfacción de los afectados (punto de vista este que resulta totalmente subordinado), sino más bien de evitar la crítica formal de los tribunales superiores.”[7]

iii) Ahora bien, los jueces no están exentos, como cualquier otro ser humano, de la vanidad, de la presunción y hasta de la arrogancia propia del gremio. Ellos gustan que sus fallos sean tomados en cuenta por la doctrina a efectos de ser comentados en los libros, en los manuales o en los artículos de revistas especializadas. Y ello  aún más cuando esos comentarios son encomiásticos, considerándose que la sentencia en cuestión vino a dar un giro importante en la jurisprudencia. De allí que no es inusual (particularmente en ciertos países) encontrarse fallos donde abundan las citas de literatura especializada y de eruditas elucubraciones sobre las distintas “teorías” que hay en la materia en discusión. Las sentencias se convierten así en un campo de batalla y en un foro para el ejercicio de la gimnasia dialéctico-retórico. Todo esto no estaría mal si no fuera por el “detalle” de que muchas veces esas disquisiciones no tienen nada que ver con el fondo del asunto, sino que buscan más bien lanzar una cortina de humo sobre  los puntos verdaderamente candentes del problema.[8] Aquí vale, entonces, recordar la sabia y aguda observación de CALAMANDREI:

“A veces una motivación sumaria indica que el juez, a la hora de decidir, estaba totalmente convencido de la bondad de su conclusión y, por consiguiente, le parecía una pérdida de tiempo demostrar la evidencia. Mientras que, por otra parte, una motivación extensa y afinada puede delatar el deseo del juez de encubrir –a sí mismo y a los demás– a fuerza de arabescos su propia duda.”[9]

iv) Last but not least, los jueces fundamentan sus fallos para quedar bien con la “opinión pública” y con los medios de comunicación, siempre ávidos por el espectáculo teatral en el campo de la justicia. Es difícil suponer que los jueces se resistan totalmente a la “seducción publicitaria” y al “coqueteo propagandístico” que implica aparecer frente a las cámaras de televisión. Qué papel juega la prensa y los mass-media en la configuración real de las decisiones judiciales, es un tema que, lamentablemente, no ha sido explorado con suficiente agudeza en nuestro entorno, pero donde cabe asumir que la influencia no es poca.


[1] Véase al respecto a ANDRESKI, S., Las ciencias sociales como forma de brujería, trad. de Juan Carlos Curruchet, Editorial Taurus, Madrid, 1973.

[2] Recuérdese aquí no obstante, la advertencia de CARRIÓ, G., en: Notas sobre derecho y lenguaje, 4. Edición corregida y aumentada, Editorial Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1994: “[Una] sentencia arbitraria no es más que un rótulo engañosamente único que la Corte usa para expresar y encubrir su versátil sentimiento de repulsa frente a decisiones que no le caen bien”. Y continúa argumentando el autor: “…lo único que tienen en común las sentencias que la Corte ha declarado y sigue declarando arbitrarias es que el Alto Tribunal las declara tales: sentencia arbitraria es aquella decisión que la Corte llama arbitraria”, páginas 287 y 288 respectivamente (cursiva nuestra).

[3] NIETO, A., El arbitrio judicial, Editorial Ariel Derecho, Barcelona, 2000, páginas 39-40 (cursiva nuestra).

[4] Ver la extraordinaria obra: The symbols of Government, A Harbinger Book, New York, 1962.

[5] NIETO, A., El arbitrio judicial, Editorial Ariel Derecho, Barcelona, 2000, página 187, cursiva nuestra.

[6] En nuestro país (Costa Rica) la “pleitesía” que se rinde, por parte de los tribunales de instancia a la Sala Constitucional es, en este sentido, verdaderamente elocuente.

[7] LAUTMANN, R., Justiz – die stille Gewalt, Athenäum Fischer Taschenbuch, Frankfurt am Main, 1972, página 72.

[8] Algunos ejemplos concretos de lo dicho se exponen en HABA, E.P., Y BARTH, F., Los principios generales del Derecho, Editorial Investigaciones Jurídicas, San José, 2004.

[9] Citado por NIETO, A., El arbitrio judicial, Editorial Ariel Derecho, Barcelona, 2000, página 165.


Tomado de ¿Qué significa fundamentar una sentencia? O del arte de redactar fallos judiciales sin engañarse a sí mismo y a la comunidad jurídica, de Minor E. Salas.

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