El problema es la configuración de un movimiento político cuya fortaleza radica en la religión

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Los infieles deben ser reconducidos a la fe cristiana que está en la base del orden legal y político. Ese era el gran programa de las Cruzadas del Siglo XII que parece haberse reinventado con la marcha del fin de semana último. Claro que ahora los infieles no son ya los moros, sino la población LGBTI y son tan enemigos como estos infieles, quienes defiendan sus derechos o argumenten a favor del enfoque de género.

Además, como en las Cruzadas, la marcha de “no te metas con mis hijos” se inscribe en un ideario que se promueve a nivel internacional. Global diríamos hoy. En realidad es uno de los rasgos negativos de la globalización: el discurso de la desigualdad que también se globaliza. Este discurso que pasa por alto –y es hasta cómplice- de los abusos y delitos sexuales cometidos por representantes religiosos contra menores en todo el mundo. En esto también se globalizan los cruzados de hoy.

Por lo demás, en el Perú hemos sido imperdonablemente tolerantes con las prácticas religiosas en espacios estatales: ahí están los símbolos religiosos e incluso recintos religiosos –por ejemplo, la capilla del Poder Judicial– en algunas instituciones. Y por eso es que las ceremonias religiosas al interior de estas entidades se asumen como parte de una tradición que involucra al propio Estado. Hemos permitido la confusión y en este ambiente se explica la legitimidad religiosa del Te Deum, una pieza de arqueología institucional, tan distante del carácter republicano que nos une a los peruanos. En el mismo contexto se entiende el agresivo discurso de los representantes más conservadores de la Iglesia Católica, pues se sienten dueños de una verdad que va más allá de su fe religiosa y no tienen problema en ocultarlo. La historia del arzobispo de Lima habla por sí sola.

La cruzada que hoy se cierne sobre nuestro país, reúne a los grupos más intolerantes y fanáticos de la sociedad, pero también están quienes sin serlo abiertamente, usan este terreno para afianzar sus propias incursiones en política. Existe una identidad política visible detrás de esta “movida”. Y al interior de ella existen actores y roles funcionales al propósito. Lo de Butters y su “matonería” ejemplifica esto último. Después de todo, el infundir miedo a través de la amenaza verbal o física, también forma parte de la historia de la intolerancia que seguramente encuentra un fuerte rastro en las cruzadas.

A estas alturas, el problema no es el uso peyorativo de la expresión “ideología de género” que ni siquiera sus propios críticos entienden. El problema es la configuración de un movimiento cuya fortaleza radica en la religión, un conglomerado que rechaza el pensamiento crítico y que busca simplificar la realidad a través de prejuicios, especulaciones, adjetivos, medias verdades y violencia verbal. Ese es el nicho de este movimiento y desde ahí se proyecta en el terreno de la política.

Que no haya existido desde el régimen político la capacidad para enfrentar esta ola, es parte del grave problema que representa la cruzada en ascenso. No hubo quien enfrente esta confusión, proponiendo a cambio claridad y coherencia: la ausencia de liderazgo político y docente de parte de las autoridades del MINEDU ha sido evidente. Y no era tan difícil hacerlo. Ahí está el Ministro de Cultura demostrándole al Arzobispo de Arequipa que el evangelio puede ser leído como un instrumento para la paz y para la construcción de un país inclusivo. Ojalá que el gobierno enmiende rápidamente su falta de compromiso y tibieza para anteponer la razón y la empatía al discurso de odio, intolerancia y destrucción que esta cruzada busca imponer.

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